Culturalias Eduardo Aguirre

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El año nuevo entra por la ventana en medio de mi soledad, escurre sobre la ropa sucia y amontonada, los trastes acumulados en el escurridor, las botellas de antiguos licores, la serenidad en los relojes de pared. El año nuevo vuelto jirones de luz cala de frío en los huesos, asalta las cobijas que cubren el sueño entumecido, nos mira con ojos intemporales amancer al primer día. Otra inocencia surge del año nuevo al recibirme impávido en sus brazos de tenue luz.
Mis propósitos de la noche anterior quedaron prendidos al sabor de las uvas, y en la concavidad de las copas de vidrio estoico. Solo en eso.
El año nuevo siempre llega para indagar mis ausencias, pedirme gastados entusiasmos, a veces me sorprende oyendo artillerías de celebración en la ciudad, cuando estoy en el acantilado de mi cama, mordiendo la tristeza.
Pienso en los buenos amigos que perdí, en los tiernos amores fugaces, en todo aquello que pudo ser maravilloso, o, mejor, y al final llegó a vana ilusión pasajera, como puerta de molino herrumbroso.
El año nuevo se asoma esperándome al despertar en dos siglos profundos; me agarra con sus manos de invierno para arrojarme a través de su eon de meses al próximo invierno, y darme cuenta, que soy un año más viejo, tal vez, dos milenios mayor.
Entonces, tomo al año nuevo por asalto, antes que los deseos huyan por el vertedero de intenciones; pero en el fondo de los días, el año nuevo, otra vez, desde su arcaica morada, se ha salido con la suya, y me deja herido de saber, que es imposible ir más allá de mi propia condición. El año nuevo que venga, lo volveré a celebrar, como un rito cíclico, misterioso y eterno.

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